Visitas Guiadas Educativas


"La educación es un acto de amor, de coraje; es una práctica de la libertad dirigida hacia la realidad a la que no le teme, sino que busca transformarla por solidaridad, por espíritu fraternal.”


Paulo Freire


“La educación, como práctica de la libertad, implica la negación del hombre aislado del mundo, propiciando la integración.”

Topía


viernes, 12 de junio de 2020

Los carnavales en Adrogué





Carnavales de Adrogué

Por Carlos Alberto Leumann (1948)

           La  gloria de Adrogué era sus carnavales. Llegó a rivalizar con los carnavales del Tigre. Los bailes en el hotel y los corsos por la noche, treinta años atrás. Adrogué nunca volverá a la felicidad de otra época.

          La mascarada en los jardines, entre los viejos árboles. Dominós, pierrots blancos, funambulescos, niñas gráciles, de voz musical, vestidas de damas antiguas. Faroles chinescos. Alegría que salta en los aires, y embriaga como el vino. Reír, bailar, intrigar. Parejas dichosas, bajo las enramadas, máscaras que les interrumpen el diálogo, por un rato, discretamente.

          En aquella fiesta ruidosa, desbordante, no había sitio para una disonancia grosera. Hasta las caretas grotescas y hasta los disfraces más ridículos parecían animados por un espíritu amable, por el viejo espíritu porteño, que todavía reinaba con poder absoluto en esta clase de fiestas. Todo el hotel, con la masa negra de sus eucaliptos, se envolvía en una especie de júbilo mirífico, resonaba, conmovido por el gentío alegre.

          Después de medianoche irrumpían nuevos y grandes grupos de máscaras, algunas, chorreando agua. Venían del corso, traían en la calle una animación nueva, excitadas, ansiosas, palpitando en la vida rápida del carnaval maravilloso.

          ¡Qué corso de Adrogué! Yo he leído descripciones de corsos famosos en antiguos carnavales de Europa. Los de Roma, los de Niza. Descripciones bien hechas, artísticas, entusiastas. Juro que tales fiestas no podrían comparar con los corsos clásicos de Adrogué. Había en ellas algo de íntimo y amable  y de fin social en medio del bullicio. Algo exquisito, único. Se jugaba con flores, con serpentinas y con agua. Con pomos, bombas y hasta con baldes. Todo era permitido, la vigilancia policial no existía.

          ¿Para qué?  Allí todo el mundo se respetaba, los límites de la libertad los ponía el acuerdo común, tácito. Bajo los focos eléctricos, su luz cribaba acá y allá la de los braecks, llenos de máscaras,  o de mujeres con las caras descubiertas, lindas, y todas encapotadas como monjes para defenderse del agua. Veredas, balcones, el medio de la calle, las personas y los árboles, todo parecía palpitar con una especie de vida fantástica, y al mismo tiempo natural y hermosa.

          Y todo eso se ha ido para siempre; no se repetirá nunca. Como si un viento de maldición hubiese venido a barrer las imágenes de los bailes y corsos de Adrogué. Eso era demasiado nuestro, demasiado americano y argentino para que pudiese subsistir en el mundo dominado por odio.



                             




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