Carnavales de Adrogué
Por Carlos Alberto Leumann (1948)
La gloria de Adrogué era sus carnavales. Llegó a
rivalizar con los carnavales del Tigre. Los bailes en el hotel y los corsos por
la noche, treinta años atrás. Adrogué nunca volverá a la felicidad de otra época.
La mascarada en los jardines, entre
los viejos árboles. Dominós, pierrots blancos, funambulescos, niñas gráciles,
de voz musical, vestidas de damas antiguas. Faroles chinescos. Alegría que
salta en los aires, y embriaga como el vino. Reír, bailar, intrigar. Parejas
dichosas, bajo las enramadas, máscaras que les interrumpen el diálogo, por un
rato, discretamente.
En aquella fiesta ruidosa,
desbordante, no había sitio para una disonancia grosera. Hasta las caretas
grotescas y hasta los disfraces más ridículos parecían animados por un espíritu
amable, por el viejo espíritu porteño, que todavía reinaba con poder absoluto
en esta clase de fiestas. Todo el hotel, con la masa negra de sus eucaliptos,
se envolvía en una especie de júbilo mirífico, resonaba, conmovido por el gentío
alegre.
Después de medianoche irrumpían nuevos
y grandes grupos de máscaras, algunas, chorreando agua. Venían del corso, traían
en la calle una animación nueva, excitadas, ansiosas, palpitando en la vida rápida
del carnaval maravilloso.
¡Qué corso de Adrogué! Yo he leído descripciones
de corsos famosos en antiguos carnavales de Europa. Los de Roma, los de Niza.
Descripciones bien hechas, artísticas, entusiastas. Juro que tales fiestas no podrían
comparar con los corsos clásicos de Adrogué. Había en ellas algo de íntimo y
amable y de fin social en medio del
bullicio. Algo exquisito, único. Se jugaba con flores, con serpentinas y con
agua. Con pomos, bombas y hasta con baldes. Todo era permitido, la vigilancia
policial no existía.
¿Para qué? Allí todo el mundo se respetaba, los límites
de la libertad los ponía el acuerdo común, tácito. Bajo los focos eléctricos, su
luz cribaba acá y allá la de los braecks, llenos de máscaras, o de mujeres con las caras descubiertas,
lindas, y todas encapotadas como monjes para defenderse del agua. Veredas,
balcones, el medio de la calle, las personas y los árboles, todo parecía palpitar
con una especie de vida fantástica, y al mismo tiempo natural y hermosa.
Y todo eso se ha ido para siempre; no
se repetirá nunca. Como si un viento de maldición hubiese venido a barrer las imágenes
de los bailes y corsos de Adrogué. Eso era demasiado nuestro, demasiado
americano y argentino para que pudiese subsistir en el mundo dominado por odio.
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